Mi padre tenía unos
terrenos en Los Portales, que heredó de sus padres. En esas tierras, mis padres
plantaban durante sus ratos libres, a veces
incluso hasta por las noches con un quinqué o “farol”, todo lo necesario
para la alimentación de la gran familia que tenían, en total éramos doce personas a comer todos
los días (desayuno, almuerzo y cena).
Mis padres tenían
que utilizar mucho la imaginación para que no faltara la comida diaria. Para
ello, plantaban en esas tierras de Los Portales, según la temporada, papas,
habichuelas, millo, trigo, cebada, altramuces (“chochos”), acelgas, cebollas,
tomates, calabazas, calabacínes, calabazas bobas (luego con ellas se hacía
dulce de cabello), guisantes, habas y todo lo que se pudiera plantar. La tierra
era tan agradecida que si se caía una semilla en cualquier sitio, crecía sola.
Mis padres ponían
especial empeño en que nunca faltaran tres cosas: las papas (tanto de verano
como de invierno), el millo y el trigo. Las papas nos garantizaban el sustento
durante unos meses hasta la siguiente temporada. El millo, las piñas para la comida y el resto para el
gofio. Y el trigo servía para hacer harina con la que se podía hacer pan dos o
tres veces en el año.
La cogida de las
piñas la hacíamos toda la familia. Después, mi padre llenaba sacos con
distintas cantidades, según la edad de cada uno de sus hijos y la fortaleza que
tuviéramos. Él nos llamaba de uno en uno y nos decía que fuéramos cogiendo el
saco que él creía que podíamos cargar. Si alguno se quejaba por el peso, se lo
cambiaba por otro más pequeño.
Mi hermano “Pepe”, que es el quinto de los
hijos, siempre quería llevar el saco más grande. A pesar de que mi padre le
decía que no, que eso era demasiado peso para él, Pepe, que era muy cabezota,
lograba llevar, al menos durante un rato, el saco grande hasta que él mismo
decía: “bueno, dame el otro ahora”.
Con esa carga
teníamos que caminar durante, aproximadamente, cuatro kilómetros: desde Los Portales
hasta Visvique, pues es allí donde estaba nuestra casa. Una vez estaban
todas las piñas en casa, teníamos que descamisarlas en los ratos libres y,
luego, dejarlas secar en la azotea. Ya cuando estaba seco el millo, nos
reuníamos toda la familia por las noches y a veces se unían algunos vecinos para
ayudar a desgranarlo. Éste era un trabajo duro, pues nos salían ampollas en las
manos y nos dolía muchísimo.
Algunos tenían
habilidad para desprender el millo, con la ayuda de un carozo, pero a todos no
se nos daba bien y teníamos que hacerlo con los dedos. Todas las noches,
mientras desgranábamos el millo, mis padres cogían el rosario y empezábamos a
rezar. No se les escapaba ni una cuendita (con misterios incluidos y recuerdo
de todos los santos). Mi madre siempre citaba a los difuntos y decía: “Por los
tuyos y por los míos, que Dios los tenga en la Gloria”.
Siempre que llegaba este momento mi padre
miraba a mi madre y le decía: “mira, ya hay al menos cinco chiquillos dormidos
sobre los carozos”. Seguidamente los llevaba de uno en uno a la cama.
Eso sucedía casi cada noche, mientras duraba
el desgranar, hasta terminar la última piña. Mi hermano Argelio
era uno de los más pequeños y de los que más pronto se quedaba dormido. Cuando
se despertaba a la mañana siguiente, siempre lo hacía llorando y, al preguntarle qué le pasaba, respondía, siempre sin dejar
de llorar: “es que anoche no comí”. Nosotros siempre
cenábamos antes de empezar a desgranar
la piña, pero el niño se dormía poco después de empezar, por lo que a la mañana
siguiente no se acordaba de nada.
El siguiente paso
para la labor, era tostar el millo. Eso lo hacía mi madre muy bien, pues esa
labor le tocaba a ella. Nosotros le ayudábamos a echar la leña para calentar el
tostador y a pasar el millo a las talegas de distintos tamaños, que mi madre hacía
con sacos de 50 kilos de azúcar.
Al siguiente día, muy temprano,
teníamos que cargar con las talegas desde nuestra casa hasta el Cerrillo. Para
ir, teníamos que pasar por el torreón, las vegas y atravesar por toda la finca
de plataneras. Con toda la carga a cuestas,
llegábamos hasta el molino. Una vez allí teníamos que esperar nuestro turno,
hasta que nos tocase y el molinero, una vez molido el millo, nos daba nuestro
gofio, que se volvía a repartir entre las distintas talegas, para, entre todos,
traerlas a nuestra casa.
Molino de El Cerrillo (Fedac) |
Al molinero se le pagaba según los
kilos de millo que llevaras y que luego molía. A ese pago se le llamaba “la
maquila”.
Mi padre hacía la siembra del trigo
a su debido tiempo, cuando correspondía. No recuerdo si era por los meses de
mayo o junio, lo que sí sé, es que la siega era finalizando el verano y siempre
hacía mucho calor.
Para la siega, mi padre invitaba a familiares
y amigos. Entre todos cortaban el trigo, lo ponían en la era para preparar la
trilla y “separar la paja del trigo”. Unas veces se hacía la trilla con
animales, cuando los tenía o se los prestaban y otras, eran los propios
chiquillos del barrio, los que brincando y saltando, llevaba a cabo la labor de la separación de paja y
trigo. Eso era una gran fiesta, pues el hecho de
reunirnos niños de un barrio y de otro con los familiares, era, ya de por sí,
un gran acontecimiento.
Una vez acabados los brincos y
saltos, teníamos que quitar la paja y amontonarla en un lugar determinado del
terreno, luego recogíamos el trigo, poniéndolo en un cedazo, para cernirlo y
quitar la tierra que siempre iba acompañándole. Luego, el trigo, se pasaba a
unos sacos y, como no teníamos medios de transportes, se hacía lo mismo que con
las piñas, lo cargábamos nosotros hasta nuestra casa.
Lo bueno de la trilla era la comida,
que se hacía en el mismo campo. Mi madre ponía dos “teniques” en el suelo,
hacía el fuego con leña y cuando las brasas estaban en su punto ponía el
caldero en lo alto, con el sancocho de pescado salado, que siempre era “cherne”,
luego hacía la “pella de gofio” y el “mojo”.
Posteriormente,
todos sentados en el suelo, bordeando un mantel grande, en cuyo centro se
encontraban el pan, las aceitunas, el queso y la fruta (sin que faltara el
“pizco ron”), a cada uno se le daba su plato con el sancocho. Alrededor de esa
mesa improvisada, podría haber unas treinta personas, entre niños y mayores. Lo bueno venía en la sobremesa. Los
mayores cantaban, contaban historias o decían chistes. Esto, a los chiquillos, nos gustaba mucho y la fiesta
se prolongaba hasta el anochecer.
Con la harina que se sacaba del
trigo, mi madre la compartía para hacer varias cosas, una de ellas hacer pan.
Mi madre no tenía horno, pero sí lo tenía una vecina (Tilita) que vivía cerca
de nuestra casa. Cuando mi madre quería hacer pan, se ponía de acuerdo con
Tilita y cada una hacía su “amasijo” en su propia casa y tras llegar a un acuerdo para el turno en utilizar el horno
y habiendo recopilado la correspondiente leña, al amanecer se encendía el horno
entre todos.
En estos menesteres participaban las dos
familias, en todo lo que hiciese falta sin escatimar esfuerzos. Para el “amasijo”, se tenía que
hacer con antelación, normalmente el día anterior, la “masa madre” cubierta con
un paño para darle calor. Ya en la madrugada se empezaba a hacer el “amasijo”,
con harina, agua y sal. Esto lo hacía mi
madre con la ayuda de mi padre y alguna de mis hermanas mayores, pues se elaboraba
con muchos kilos de harina y eso se
tenía que trabajar durante mucho rato, luego añadirle la “masa madre” y seguir
amasando, hasta que se despegaba de las manos.
Añadir leyenda |
Se dejaba reposar en un sitio templado a unos
22 ó 25 grados de temperatura, durante unas horas, se le daba forma a los
panes, unos redondos (los más), otros alargados y otros más pequeños. Mi madre
nos daba un trocito de masa a cada uno y nosotros le dábamos diversas y
curiosas formas (figuritas, roscones, bollos, etc.), según la imaginación de
cada uno.
Una vez los panes formados, se les
daba el correspondiente corte y tapados durante un buen rato, con el mantel, se
dejaba reposar hasta que el horno estuviese lo suficientemente caliente y ahí
empezaba el “peregrinar” con unas tablas llenas de pan, que, en procesión,
llevábamos desde mi casa hasta el horno.
Con unas grandes palas se iban
introduciendo los panes en el interior del horno y, una vez completo éste, se
cerraba con una puerta de hierro. Pasado un tiempo se le daba la vuelta al pan,
para que su cocción fuese pareja y total. Luego se preparaban unas cestas de mimbre,
forradas con unos manteles y cuando ya el pan estaba en su punto y crujiente, se sacaba con la
pala y se iba depositando en las
mencionadas cestas.
Una vez tapadas con los manteles, se cargaba
con el “preciado tesoro” hasta la casa familiar. Ese pan tenía que durar,
cuando menos, una semana y se conservaba perfectamente, sin ponerse duro ni “manío”
y en todo momento estaba riquísimo, ¡qué delicia!.
Todavía hoy, al recordarlo, me parece estar
oliéndolo y saboreándolo.
Lidivina Sánchez Melián © 2003
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