jueves, 10 de mayo de 2012

De la trilla al amasijo


Mi padre tenía unos terrenos en Los Portales, que heredó de sus padres. En esas tierras, mis padres plantaban durante sus ratos libres, a veces  incluso hasta por las noches con un quinqué o “farol”, todo lo necesario para la alimentación de la gran familia que tenían,  en total éramos doce personas a comer todos los días (desayuno, almuerzo y cena).

Mis padres tenían que utilizar mucho la imaginación para que no faltara la comida diaria. Para ello, plantaban en esas tierras de Los Portales, según la temporada, papas, habichuelas, millo, trigo, cebada, altramuces (“chochos”), acelgas, cebollas, tomates, calabazas, calabacínes, calabazas bobas (luego con ellas se hacía dulce de cabello), guisantes, habas y todo lo que se pudiera plantar. La tierra era tan agradecida que si se caía una semilla en cualquier sitio, crecía sola.

Mis padres ponían especial empeño en que nunca faltaran tres cosas: las papas (tanto de verano como de invierno), el millo y el trigo. Las papas nos garantizaban el sustento durante unos meses hasta la siguiente temporada. El millo,  las piñas para la comida y el resto para el gofio. Y el trigo servía para hacer harina con la que se podía hacer pan dos o tres veces en el año.

La cogida de las piñas la hacíamos toda la familia. Después, mi padre llenaba sacos con distintas cantidades, según la edad de cada uno de sus hijos y la fortaleza que tuviéramos. Él nos llamaba de uno en uno y nos decía que fuéramos cogiendo el saco que él creía que podíamos cargar. Si alguno se quejaba por el peso, se lo cambiaba por otro más pequeño.

Mi hermano “Pepe”, que es el quinto de los hijos, siempre quería llevar el saco más grande. A pesar de que mi padre le decía que no, que eso era demasiado peso para él, Pepe, que era muy cabezota, lograba llevar, al menos durante un rato, el saco grande hasta que él mismo decía: “bueno, dame el otro ahora”.

Con esa carga teníamos que caminar durante, aproximadamente, cuatro kilómetros: desde Los Portales hasta Visvique, pues es allí donde estaba nuestra casa. Una vez estaban todas las piñas en casa, teníamos que descamisarlas en los ratos libres y, luego, dejarlas secar en la azotea. Ya cuando estaba seco el millo, nos reuníamos toda la familia por las noches y a veces se unían algunos vecinos para ayudar a desgranarlo. Éste era un trabajo duro, pues nos salían ampollas en las manos y nos dolía muchísimo.

Algunos tenían habilidad para desprender el millo, con la ayuda de un carozo, pero a todos no se nos daba bien y teníamos que hacerlo con los dedos. Todas las noches, mientras desgranábamos el millo, mis padres cogían el rosario y empezábamos a rezar. No se les escapaba ni una cuendita (con misterios incluidos y recuerdo de todos los santos). Mi madre siempre citaba a los difuntos y decía: “Por los tuyos y por los míos, que Dios los tenga en la Gloria”.

Siempre que llegaba este momento mi padre miraba a mi madre y le decía: “mira, ya hay al menos cinco chiquillos dormidos sobre los carozos”. Seguidamente los llevaba de uno en uno a la cama.

Eso sucedía casi cada noche, mientras duraba el desgranar, hasta terminar la última piña. Mi hermano Argelio era uno de los más pequeños y de los que más pronto se quedaba dormido. Cuando se despertaba a la mañana siguiente, siempre lo hacía llorando y, al preguntarle  qué le pasaba, respondía, siempre sin dejar de llorar: “es que anoche no comí”. Nosotros siempre cenábamos antes de empezar a  desgranar la piña, pero el niño se dormía poco después de empezar, por lo que a la mañana siguiente no se acordaba de nada.

El siguiente paso para la labor, era tostar el millo. Eso lo hacía mi madre muy bien, pues esa labor le tocaba a ella. Nosotros le ayudábamos a echar la leña para calentar el tostador y a pasar el millo a las talegas de distintos tamaños, que mi madre hacía con sacos de 50 kilos de azúcar.

Al siguiente día, muy temprano, teníamos que cargar con las talegas desde nuestra casa hasta el Cerrillo. Para ir, teníamos que pasar por el torreón, las vegas y atravesar por toda la finca de plataneras. Con toda la carga  a cuestas, llegábamos hasta el molino. Una vez allí teníamos que esperar nuestro turno, hasta que nos tocase y el molinero, una vez molido el millo, nos daba nuestro gofio, que se volvía a repartir entre las distintas talegas, para, entre todos, traerlas a nuestra casa.
Molino de El Cerrillo (Fedac)

Al molinero se le pagaba según los kilos de millo que llevaras y que luego molía. A ese pago se le llamaba “la maquila”.

Mi padre hacía la siembra del trigo a su debido tiempo, cuando correspondía. No recuerdo si era por los meses de mayo o junio, lo que sí sé, es que la siega era finalizando el verano y siempre hacía mucho calor.

Para la siega, mi padre invitaba a familiares y amigos. Entre todos cortaban el trigo, lo ponían en la era para preparar la trilla y “separar la paja del trigo”. Unas veces se hacía la trilla con animales, cuando los tenía o se los prestaban y otras, eran los propios chiquillos del barrio, los que brincando y saltando, llevaba  a cabo la labor de la separación de paja y trigo. Eso era una gran fiesta, pues el hecho de reunirnos niños de un barrio y de otro con los familiares, era, ya de por sí, un gran acontecimiento.

Una vez acabados los brincos y saltos, teníamos que quitar la paja y amontonarla en un lugar determinado del terreno, luego recogíamos el trigo, poniéndolo en un cedazo, para cernirlo y quitar la tierra que siempre iba acompañándole. Luego, el trigo, se pasaba a unos sacos y, como no teníamos medios de transportes, se hacía lo mismo que con las piñas, lo cargábamos nosotros hasta nuestra casa.

Lo bueno de la trilla era la comida, que se hacía en el mismo campo. Mi madre ponía dos “teniques” en el suelo, hacía el fuego con leña y cuando las brasas estaban en su punto ponía el caldero en lo alto, con el sancocho de pescado salado, que siempre era “cherne”, luego hacía la “pella de gofio” y el “mojo”.

Posteriormente, todos sentados en el suelo, bordeando un mantel grande, en cuyo centro se encontraban el pan, las aceitunas, el queso y la fruta (sin que faltara el “pizco ron”), a cada uno se le daba su plato con el sancocho. Alrededor de esa mesa improvisada, podría haber unas treinta personas, entre niños y mayores. Lo bueno venía en la sobremesa. Los mayores cantaban, contaban historias o decían chistes. Esto, a  los chiquillos, nos gustaba mucho y la fiesta se prolongaba hasta el anochecer.

Con la harina que se sacaba del trigo, mi madre la compartía para hacer varias cosas, una de ellas hacer pan. Mi madre no tenía horno, pero sí lo tenía una vecina (Tilita) que vivía cerca de nuestra casa. Cuando mi madre quería hacer pan, se ponía de acuerdo con Tilita y cada una hacía su “amasijo” en su propia casa y tras llegar a  un acuerdo para el turno en utilizar el horno y habiendo recopilado la correspondiente leña, al amanecer se encendía el horno entre todos.

En estos menesteres participaban las dos familias, en todo lo que hiciese falta sin escatimar esfuerzos. Para el “amasijo”, se tenía que hacer con antelación, normalmente el día anterior, la “masa madre” cubierta con un paño para darle calor. Ya en la madrugada se empezaba a hacer el “amasijo”, con harina, agua y  sal. Esto lo hacía mi madre con la ayuda de mi padre y alguna de mis hermanas mayores, pues se elaboraba con muchos kilos de harina  y eso se tenía que trabajar durante mucho rato, luego añadirle la “masa madre” y seguir amasando, hasta que se despegaba de las manos.

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Se dejaba reposar en un sitio templado a unos 22 ó 25 grados de temperatura, durante unas horas, se le daba forma a los panes, unos redondos (los más), otros alargados y otros más pequeños. Mi madre nos daba un trocito de masa a cada uno y nosotros le dábamos diversas y curiosas formas (figuritas, roscones, bollos, etc.), según la imaginación de cada uno.

Una vez los panes formados, se les daba el correspondiente corte y tapados durante un buen rato, con el mantel, se dejaba reposar hasta que el horno estuviese lo suficientemente caliente y ahí empezaba el “peregrinar” con unas tablas llenas de pan, que, en procesión, llevábamos desde mi casa hasta el horno.

Con unas grandes palas se iban introduciendo los panes en el interior del horno y, una vez completo éste, se cerraba con una puerta de hierro. Pasado un tiempo se le daba la vuelta al pan, para que su cocción fuese pareja y total. Luego se preparaban unas cestas de mimbre, forradas con unos manteles y cuando ya el pan estaba  en su punto y crujiente, se sacaba con la pala y  se iba depositando en las mencionadas cestas.


Una vez tapadas con los manteles, se cargaba con el “preciado tesoro” hasta la casa familiar. Ese pan tenía que durar, cuando menos, una semana y se conservaba perfectamente, sin ponerse duro ni “manío” y en todo momento estaba riquísimo, ¡qué delicia!.

 Todavía hoy, al recordarlo, me parece estar oliéndolo y saboreándolo.
 
Lidivina Sánchez Melián © 2003
 
 

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