sábado, 5 de mayo de 2012

Juan Vicente Sánchez Castro «¡Juanillo!»



Corría el año 1925, ¿el día?, ¿la hora?, ¿el mes? da lo mismo, total ¿para qué?. Lo cierto es que esa mañana, el cielo había amanecido un tanto opaco, con un color plomizo, con muchos cúmulos o cirros de nube, que de alguna forma tamizaban los rayos del sol. El tiempo amenazaba lluvia o quizá granizo, porque todavía por aquellas fechas en Canarias llovía con cierta asiduidad y hasta los barrancos corrían llevando bastante caudal de agua, cosa que hoy en día y tras años de una pertinaz y más que agobiante sequía, los más jóvenes casi ni han visto ni en sueños.

1925 (Adolf Jessen - Fedac)
Ese día, tal vez para muchos un tanto desapacible, iba a ser un día feliz para una humilde familia que, a la sazón, residía allá por lo que se llamaba “El Barranquillo”, es decir en la calle que partiendo del parque de San Sebastián (hoy desaparecido) ubicado en el frontal del ayuntamiento, corría hacia la Acequia Alta camino de Transmontaña y Cardones.

Ese día era el señalado para que viniese  una criatura a este mundo, esperada con ansiedad por su madre, ya con los típicos dolores de parto y por toda su familia. En aquellos tiempos no se acudía a parir a la clínica ni al hospital, tampoco existía la anestesia por goteo ni la inyección epidural, que aminorase los dolores, no, no existía nada de eso y todo se producía en casa y tal y como la madre naturaleza había previsto que sucediera. A todo reventar se tenía la ayuda de una partera o comadrona, no por el título que obstentara, sino por la práctica que tenía en tales menesteres tras haber asistido a un sinfín de parturientas de la época.

Y llegó a tiempo la partera, el tiempo justo para calentar un poco de agua y tenerla preparada para proceder a la limpieza que, posteriormente al parto, se hace tanto al recién nacido como a su progenitora, porque sin hacerse esperar dio señales de vida la criatura que de inmediato y tras el correspondiente corte del cordón umbilical y el consabido “tortazo”, daba sus primeros esperríos para repetirlos posteriormente tras tomar la correspondiente ración de aire en sus pulmones recién estrenados en este mundo. ¡No sabía la criatura, cuantos problemas iba a tener posteriormente con el correr de los años!.

¡Es un niño!, gritó la partera mientras lo sostenía en el aire agarrado por los pies y mientras iniciaba la labor de higienizarlo (antes no existían las ecografías que con antelación nos indican el sexo de lo que va a nacer, con lo que nos quita esa ansiedad, esa  ilusión , incertidumbre y emoción de esperar al momento del nacimiento para saber si lo que ha nacido es un niño o una niña) y a renglón seguido lo depositó en los brazos de su madre, que con todo el cariño del mundo ¡el cariño de una madre!, lo apretujó entre sus brazos dándole el calor que necesitaba pues ya la criatura, aún desnudita y en espera de que lo empezasen a ataviar con sus ropajes, empezaba a tiritar de frío.

La noticia, como pasa siempre, se extendió rápidamente por la vecindad y a renglón seguido empezó el jubileo de vecinas y vecinos, unas y otros felicitando a los padres y tertuliando ellas con la madre y ellos con el padre y los hermanos, mientras empezaba a correr el buchito de café de un lado para otro (las cafeteras no daban abastos y los cucuruchos coladores se sucedían uno tras otro) y los piscos de ron, anís o licores para festejar el feliz acontecimiento se desparramaron a destajo.

Como suele pasar en todas partes, para los asistentes el niño era muy bonito (¿por qué será que todos los niños que nacen son bonitos y guapotes al decir de los que nos visitan, cuando por regla general y salvo excepciones, todos los recién nacidos por la flacidez de la piel, las arrugas de la misma y color con que nacen, suelen ser más feos que Picio?), para unos tenía un parecido total con el padre, pero los ojos son de la madre. Para otros no cabía la menor duda que la nariz que tenía, era la de la familia Sánchez (por su padre), pero la cara, los ojos  y la boca son de la familia Castro (por su madre), vamos que como diría el del chiste, solo faltaba que el niño dijera aquello de “y los pañales de mi abuelo”. En fin, todas esas tonterías que, por decir algo, se suelen decir en este tipo de casos a falta de otros argumentos de conversación.

1925 (Fernando Baena - Fedac)
A los pocos días, con una cohorte de asistentes, padre, madre, hermanos, familiares y vecinos mas allegados, se llevaba a cabo en la iglesia de San Juan Bautista el acto de administrarle el sacramento del Bautismo. ¿Cómo se va a llamar? Preguntó el sacerdote oficiante. Juan Vicente, contestaba el padrino rápidamente ante el asentimiento del padre y los demás presentes. El cura, levantando el recipiente litúrgico, tras haberlo llenado de agua bendita y mientras lo vertía haciendo la señal de la cruz sobre la cabeza del neófito, decía: “Juan Vicente, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

Ya era un ser cristiano, ya había dejado atrás el mundo de los catecúmenos para ingresar en el colectivo más extendido del mundo, como es el colectivo Cristiano, Católico, Apostólico y Romano.

Y empezó su andadura por este mundo nuestro, pasó sus primeros años como los pasaban todos los niños de la época, entre pañales hechos a base de cachos de sacos de azúcar, azaleas de baifo en la cuna para aguantar los orines y toda esa parafernalia que nuestras madres se tenían que inventar antes (no existían los pañales de usar y tirar de hoy en día) para tener siempre al niño bien atendido y sequito. Los pañales, de fabricación casera se lavaban, se tendían a secar y volvían a reutilizarse.

Fue al colegio y allí aprendió lo más elemental, no mucho por cierto, pero sí lo suficiente para saber contar aunque sólo fuese hasta veinte o treinta. Y no aprendió más porque, desgraciadamente para sus padres y familiares y, por supuesto, más desgraciadamente para él, pronto se le detectó una minusvalía cerebral y una falta de lucidez en sus neuronas que le impedían progresar en sus conocimientos y así fue como poco a poco y con el paso de los años se fue convirtiendo en una persona retrasada, aunque para la ciudad de  Arucas , fue un personaje emblemático, señero, popular y típico.

Todas las ciudades tienen a su personaje popular, esa persona con la que todo el mundo tiene que ver, a la que todo el mundo le gasta bromas, unas de buen gusto y otras con alguna “mala uva”, pero que en definitiva es símbolo de la ciudad y a la que, a pesar de todo, todo el mundo respeta y le admira.

La aruquense Lolita Pluma (Gofiones.com)
En Las Palmas de Gran Canaria, ¿quien no recuerda a Andrés “El Ratón”, con su guerrera militar cargada de medallas o a Lolita Plumas, con su pintarrajeada cara, su especie de minifalda y su cajoncito para vender, cerillas o tabaco?.

En Guía-Gáldar, ¿quién no recuerda a Tomasín, con su mirada fija y desafiante, al mismo tiempo que dirigía, a su modo, la circulación?

En Arucas  ¿quién no recuerda a Pepe el Bobo (con sus seis dedos en cada mano), a Juan el Claro con su mirada vidriosa y ojos saltones, con su caminar pausado y sus espaldas anchas? Y ¿quién no recuerda, aunque no eran de Arucas pero si la frecuentaban asiduamente, tanto a Pepe Cañadulce con su tambor y su gran “fonil” a modo de megáfono anunciando los distintos eventos de las fiestas?, ¿quién no recuerda a Vicente Faltaleches, con sus piernas torcidas y sosteniéndose sobre un gran palo a modo de bastón, mientras solicitaba aquello de “una peseta Maliquita”?.

 ¿Y quien no recuerda en Arucas a Juan Vicente Sánchez Castro?, quizá dicho así a muy pocos le suene el nombre, porque él ha pasado a la historia de Arucas con el sobrenombre con que desde niño fue apodado: JUANILLO.

Juanillo era un personaje, a veces alegre, otras veces gruñón, a veces saltarín y otras veces cabizbajo y meditabundo. Se sentía y lo sabía muy bien, el centro de todas las miradas, de todas las bromas y de las más disparatadas gamberradas, en el sentido más sano de la palabra.

Se le apodaba, no sé por qué, Juanillo “El Podrío” y digo que no sé por qué, porque nunca me supe explicar el motivo de dicho sobrenombre ya que, a fuer de sincero, siempre iba como un palmito de limpio. Su hermana Fefa, que en aquellos tiempos trabajaba como empaquetadora en el almacén de Los Rosales, lo tenía siempre, como se suele decir, “de punta en blanco”. Vestía chaqueta y pantalón color gris, el tipo de tela no sabría decir cual era porque no entiendo mucho de ello, unos dicen que era tela de lino, otros que era de hilo, otros que era de dril, pero lo cierto es que era el típico estilo de tela que se llamaba “ropa de lechero”. Vestía así mismo, camisa blanca con rayas, no llevaba corbata pero sí una boina negra que a veces se calaba hasta las mismas orejas, pero que continuamente estaba sobando entre sus manos para volver a colocársela debidamente sobre su cabeza. Calzaba siempre alpargatas de la época, siempre bien atadas, lo que le permitía una agilidad de movimientos y una rapidez endiablada en su carrera.

Su hablar era tartamudeante, la saliva le sobresalía por la comisura de los labios y la rapidez de sus movimientos podrían coger por sorpresa a más de uno que le diese una  broma, que a su entender no le hiciese gracia.

A Juanillo, se le veía diariamente en la plaza de Arucas a la espera de la llegada de los coches de hora o de los piratas. Los paquetes que venían en los mismos y que, lógicamente tenían sus destinatarios, eran encargados a Juanillo para que los llevara a su destino previo pago correspondiente del servicio de transporte (una, dos o tres pesetas de las de entonces).

Encargarle a Juanillo el transporte de un paquete, era más seguro que encargar un envío por Correo Certificado. Lo que le entregabas a Juanillo podías estar seguro de que llegaba a su destino. Si le decías que el paquete había que entregarlo a Fulano de Tal, era Fulano de Tal quien lo recibía, ni el hermano, ni el padre, ni Dios que bajara a la tierra. Si no estaba Fulano de Tal, Juanillo volvía otra vez con el paquete sin haberlo entregado. Tanto era su celo por cumplir que hasta ese extremo llegaba.

Y cuando le encargabas de llevar algo y le decías que el destinatario era el que le tenía que pagar, él lo llevaba pero ya podías decirle lo que quisieras, que si no le pagabas no te entregaba el paquete y se volvía de nuevo con el mismo. Yo recuerdo en cierta ocasión que le enviaron con una caja a Visvique a llevar algo a la tienda de Melito (q.p.d) y allí se encontraban, aparte de Melito, otras personas entre las que estaban, por citar a algunos, Pepe el grande y Goyo, personas a las cuales les gustaba una mataperrería más que comer y cuando llegó Juanillo con la caja, intentaron convencerle de que la dejara y que en Arucas le pagaría la persona que lo había mandado a Visvique. Naturalmente Juanillo no hizo caso de ello y cogiendo la caja nuevamente, se la echó al hombro y con paso más acelerado aún que con el que había venido, retornó a Arucas con la cajita de marras.

A causa de esas bromas y en momentos en que le cogían desprevenido y soltaba el paquete que llevaba antes de cobrar, le vi derramar lágrimas de impotencia al sentirse humillado y engañado.

En otra ocasión, le enviaron a la Hoya de San Juan a llevar un ataúd de esos pequeñitos y blancos para una niña de corto tiempo que había fallecido. La persona que debía recibir el ataúd, tenía que darle dos pesetas por el servicio , dos pesetas que en aquellos momentos no tenía y Juanillo se volvió para Arucas cargando nuevamente el ataúd.

Juanillo era amable cuando era amable y huraño cuando era huraño. Siempre llevaba una bolsa/talega, donde iba metiendo el dinero (perras chicas, perras gordas o pesetas) que iba obteniendo por sus servicios. Continuamente lo veías sacando el dinero de la talega que siempre llevaba (con sus correspondientes cordones para atarla) y con su mano izquierda (él era zurdo) lo iba contando para saber cuanto tenía. Lo metía nuevamente en la bolsa/talega, para, al cabo de un cierto tiempo, volver a empezar con el mismo rito. 

Juanillo repartía el periódico en Arucas, desde la plaza hasta el Terrero y desde la plaza a la Goleta. Había gente que estaba abonada a la que se lo llevaba todos los días sin faltar y con los periódicos que sobraban se ponía por toda la plaza de un lado a otro hasta acabar con ellos.

Pasabas a su lado y por ver su reacción le preguntabas: ¿Juanillo, cuántos periódicos te quedan? Y él contestaba cuantos le quedaban con una precisión de relojería suiza. Pero si lo querías alterar y le decías que allí habían más de los que él decía, podría pasar una de dos: o que se pusiese a contarlos delante de ti para demostrártelo y entonces la risa de él le llegaba de oreja a oreja,  o que te soltase una fresca y se mandase a mudar porque entonces se ponía “histórico”. Si, he dicho “histórico”, no me he equivocado porque la verdad es que te nombraba a tu padre, a tu madre y a todos tus antepasados.

Cuando sonaban las campanas de la iglesia, lo veías contento contando una tras otra: Una...dos...tres...cuatro...cinco...¡son las cinco! gritaba y se ponía más contento que unas castañuelas. Pero Juanillo, si ha dado seis campanadas, es que son las seis, le decías. Se te quedaba mirando y a renglón seguido te soltaba una sarta de tacos y de insultos que, de la forma en que los decía y con la tartamudez que arrastraba, hasta resultaban graciosos.

Podías darle las bromas que quisieras, pero tenías que procurar que no se sintiese burlado, porque entonces te podías convertir en pasto de sus iras. Sabía llevar las bromas e incluso él mismo te acompañaba en la risa, pero burlarte de él ¡ni se te ocurriera! Porque lo podías pasar mal.

Cuando le pagabas el periódico le podías dar de más, que él te devolvía. Si lo que te sobraba no era mucho y le decías que se lo quedara, la cara de alegría era enorme y los saltos que daba eran propios de cualquier malabarista de circo, pero si por darle una broma le dabas de menos y te emperrabas en no darle lo que faltaba, ¡Madre mía! ¡La de San Quintín!, porque te ponía de insultos como una fregona y no paraba hasta que entrases en razón y le dieras lo que faltaba.

Si por casualidad, llevabas intención de gastarle una broma pesada, que él se sintiese ofendido, humillado y menospreciado, tenías que ser precavido y poner tierra de por medio antes de que él reaccionara porque: 1º.- Corría como un demonio. Tenía una agilidad en la carrera, que ni la de un conejo y como no hubieses puesto suficiente distancia de por medio, te alcanzaba y ahí, en el cuerpo a cuerpo, o (como se dice hoy) en las distancias cortas era intratable. 2º.-  Si por casualidad se agachaba a coger una piedra, ya te podías alejar lo que quisieras que, como no tuvieses un buen parapeto, te la llevabas. ¡Que puntería tenía el niño! Ya dije antes que era zurdo, pues con la zurda cogía una piedra y era capaz de romper una bombilla a casi ochenta metros de distancia, así que ya te puedes imaginar lo que tenías que hacer cuando, por molestarle, veías que se agachaba a coger una piedra para defenderse.

Su familia, consciente también de la dificultad de Juanillo, le arropaba continuamente y le apoyaba en todo lo que hiciese falta. Su hermana Fefa en el cuidado y limpieza tanto de él como de su vestimenta. Su hermano José, un hombre noble como persona del campo, rudo en sus modales por el trabajo que desarrollaba, serio en su forma de ser, con un corpachón guanche, pecho ancho, brazos fuertes y mirada atravesada, era capaz de retorcerte el cuello como a un pollo, si tenías la mala suerte de que pasara por el lugar de la escena, cuando te burlabas de  Juanillo o le estabas insultando. Tenías que ahuecar el ala o lo llevabas crudo.

Anécdotas de Juanillo se cuentan muchas. Unas puede que sean verdad, otras es posible que sean fruto de la imaginación, pero unas y otras valen la pena recordarlas. Si tiene en su familia a alguien que conviviese y conociese a Juanillo, dígale que le cuente alguna, seguro que le encantará escucharla.

Cuentan que un día, merodeando por los alrededores de la plaza de San Juan, junto a la iglesia, el cura “chico”, D. Francisco Hidalgo, se dirigió a él y le preguntó: “¿Juanillo, donde está Dios”? y Juanillo, con su voz tartamudeante y como aquel que quiere quitarse una culpa de encima le contestó: “Y...y...que...que... ¿a...a...mí qué...qué...me pregunta? ...¡si...si... se le... peeerdió... búsquelo...coño!.  Y así, como esa, muchas más, que sería bueno que nuestros antepasados nos hicieran revivir.

Cuentan, también que en cierta ocasión se le oyó decir con mucha sorna y alegría: “Que....Que....eeeen...eeen...mi...familia...hay cuatro....queeee....se llaman Pepe” y empezó a enumerarlos : Pepe, mi padre, Pepa  (por su hermana Fefa), Pepita la que va al colegio (una sobrina) y...y...y....la señora Pepa (una tía)”.  Cuando los que estaban a su lado le replicaron :”Que no son cuatro Juanillo, que son cinco con tu hermano”, a lo que él contestó:”Aaaal...coño...tu...tu.. tuuu...madre, ¡ca..ca...carajo!, que...eeese... seeee llama  José”.

Monumento a Juan Vicente Sánchez Castro, Juanillo
donado a la ciudad de Arucas,
 por la Afilarmónica “Los Nietos de Kika”.
Era al día siguiente de Reyes y Domingo (omito el apellido por razones obvias) se cruzó con Juanillo, junto al ayuntamiento. ¿Qué te trajeron los Reyes, Juanillo?. Y siguió calle arriba hacia la “Gota Leche”, cuando al llegar arriba se dio cuenta que Juanillo le había seguido calle arriba, arrastrando con su tartamudez un  simpático: “¡eee...eel...eel....co...co...eeel...eeel....co...coño tu madre!”, se dio la vuelta y se volvió hacia la plaza. ¡Constante sí que era!.


En fin, muchas cosas me vienen a la memoria, pero que  citarlas harían este relato demasiado extenso, solo me queda por expresar el agradecimiento que debe de tener la ciudad de Arucas a la Afilarmónica “Los Nietos de Kika” y a su fundador y director durante muchos años, Tomás Pérez, (que desde el cielo nos estará contemplando), porque gracias a ellos, hoy se rinde homenaje  en la ciudad de Arucas, perpetuando su figura, con el monumento a Juan Vicente Sánchez Castro “Juanillo” que se  exhibe en la esquina que forma la acera delante del Ayuntamiento de la ciudad y el bar Dávila (hoy bar Eduardo) , lugar donde debe permanecer dicho monumento, por muchos años.
 
Fue en el año 1985, recién había cumplido sus 60 años, cuando, con la misma humildad que vino, se nos marchó. Sin ruidos, sin alharacas, sin causar molestia alguna a nadie, se nos iba para siempre dejando a la ciudad de Arucas huérfana de representatividad popular. Aquel día, hasta el cielo se quiso solidarizar con la efemérides, el sol lucía radiante, el cielo estaba completamente azul sin una nube que lo obstaculizara, aunque alguna que otra se paseaba por su semblante, para refrescar la  temperatura y hasta el reloj de la iglesia (roto y  parado por aquellas fechas) pareció congelar el paso del tiempo.

La asistencia a su sepelio se convirtió en una cita multitudinaria. Toda  Arucas en peso se congregó para darle su último adiós, hasta las campanas de la iglesia sonaban distinto ese día, parecía que no doblaban, como siempre, a difunto, era como si ese día en  sus lánguidos tañidos se imaginase uno, el inicio de los acordes de  un aleluya. Es que no era otra cosa sino que con Juanillo se perdía a todo un personaje popular, carismático, señero y símbolo identificativo de la ciudad. Ese año nos dejó para siempre, ¿la hora?, ¿el día?, ¿el mes?, da lo mismo, total ¿para qué?.

Para terminar, sólo me queda dedicar unos versos en recuerdo de Juanillo, pues así como Braulio cantó a Lolita Plumas, cantó a Tomasín y  también alguna murga de Las Palmas de Gran Canaria ha cantado a la memoria de  Charlot, algún grupo de Arucas debe perpetuar la memoria de Juanillo con alguna canción.
 
Mis humildes versos, parafraseando la canción de la malograda Cecilia, “Desde que tú te has ido”, son estos:
 
Desde que tú te fuiste
desde que te has marchado
Arucas está triste
pues en falta te ha echado.

Muy solos nos dejaste
guardando tu memoria
mientras tú te marchaste
derechito a la gloria.

En este Arucas nuestro
cuna de piedra y agua
hay un clamor de aliento, Juan
que tú nos prodigabas.

Desde que tú te fuiste
desde que te has marchado
en este Arucas triste
es que nos falta algo,

seguro no es el aire
ni tampoco es la luz
lo que echamos de menos, Juan
es que nos faltas tú.

No existe esa alegría,
que prodigabas tanto
humilde y en silencio, Juan
quiero cantar, mi llanto.

Humilde y en silencio, Juan
quiero cantar, mi llanto.


Armando Ramírez Sarmiento © 2002

1 comentario:

  1. personajes emblemáticos.
    muy entrañables en su entorno.
    desde Valencia un saludo.
    reme royo mora

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