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jueves, 10 de mayo de 2012

De la trilla al amasijo


Mi padre tenía unos terrenos en Los Portales, que heredó de sus padres. En esas tierras, mis padres plantaban durante sus ratos libres, a veces  incluso hasta por las noches con un quinqué o “farol”, todo lo necesario para la alimentación de la gran familia que tenían,  en total éramos doce personas a comer todos los días (desayuno, almuerzo y cena).

Mis padres tenían que utilizar mucho la imaginación para que no faltara la comida diaria. Para ello, plantaban en esas tierras de Los Portales, según la temporada, papas, habichuelas, millo, trigo, cebada, altramuces (“chochos”), acelgas, cebollas, tomates, calabazas, calabacínes, calabazas bobas (luego con ellas se hacía dulce de cabello), guisantes, habas y todo lo que se pudiera plantar. La tierra era tan agradecida que si se caía una semilla en cualquier sitio, crecía sola.

Mis padres ponían especial empeño en que nunca faltaran tres cosas: las papas (tanto de verano como de invierno), el millo y el trigo. Las papas nos garantizaban el sustento durante unos meses hasta la siguiente temporada. El millo,  las piñas para la comida y el resto para el gofio. Y el trigo servía para hacer harina con la que se podía hacer pan dos o tres veces en el año.

La cogida de las piñas la hacíamos toda la familia. Después, mi padre llenaba sacos con distintas cantidades, según la edad de cada uno de sus hijos y la fortaleza que tuviéramos. Él nos llamaba de uno en uno y nos decía que fuéramos cogiendo el saco que él creía que podíamos cargar. Si alguno se quejaba por el peso, se lo cambiaba por otro más pequeño.

Mi hermano “Pepe”, que es el quinto de los hijos, siempre quería llevar el saco más grande. A pesar de que mi padre le decía que no, que eso era demasiado peso para él, Pepe, que era muy cabezota, lograba llevar, al menos durante un rato, el saco grande hasta que él mismo decía: “bueno, dame el otro ahora”.

Con esa carga teníamos que caminar durante, aproximadamente, cuatro kilómetros: desde Los Portales hasta Visvique, pues es allí donde estaba nuestra casa. Una vez estaban todas las piñas en casa, teníamos que descamisarlas en los ratos libres y, luego, dejarlas secar en la azotea. Ya cuando estaba seco el millo, nos reuníamos toda la familia por las noches y a veces se unían algunos vecinos para ayudar a desgranarlo. Éste era un trabajo duro, pues nos salían ampollas en las manos y nos dolía muchísimo.

Algunos tenían habilidad para desprender el millo, con la ayuda de un carozo, pero a todos no se nos daba bien y teníamos que hacerlo con los dedos. Todas las noches, mientras desgranábamos el millo, mis padres cogían el rosario y empezábamos a rezar. No se les escapaba ni una cuendita (con misterios incluidos y recuerdo de todos los santos). Mi madre siempre citaba a los difuntos y decía: “Por los tuyos y por los míos, que Dios los tenga en la Gloria”.

Siempre que llegaba este momento mi padre miraba a mi madre y le decía: “mira, ya hay al menos cinco chiquillos dormidos sobre los carozos”. Seguidamente los llevaba de uno en uno a la cama.

Eso sucedía casi cada noche, mientras duraba el desgranar, hasta terminar la última piña. Mi hermano Argelio era uno de los más pequeños y de los que más pronto se quedaba dormido. Cuando se despertaba a la mañana siguiente, siempre lo hacía llorando y, al preguntarle  qué le pasaba, respondía, siempre sin dejar de llorar: “es que anoche no comí”. Nosotros siempre cenábamos antes de empezar a  desgranar la piña, pero el niño se dormía poco después de empezar, por lo que a la mañana siguiente no se acordaba de nada.

El siguiente paso para la labor, era tostar el millo. Eso lo hacía mi madre muy bien, pues esa labor le tocaba a ella. Nosotros le ayudábamos a echar la leña para calentar el tostador y a pasar el millo a las talegas de distintos tamaños, que mi madre hacía con sacos de 50 kilos de azúcar.

Al siguiente día, muy temprano, teníamos que cargar con las talegas desde nuestra casa hasta el Cerrillo. Para ir, teníamos que pasar por el torreón, las vegas y atravesar por toda la finca de plataneras. Con toda la carga  a cuestas, llegábamos hasta el molino. Una vez allí teníamos que esperar nuestro turno, hasta que nos tocase y el molinero, una vez molido el millo, nos daba nuestro gofio, que se volvía a repartir entre las distintas talegas, para, entre todos, traerlas a nuestra casa.
Molino de El Cerrillo (Fedac)

Al molinero se le pagaba según los kilos de millo que llevaras y que luego molía. A ese pago se le llamaba “la maquila”.

Mi padre hacía la siembra del trigo a su debido tiempo, cuando correspondía. No recuerdo si era por los meses de mayo o junio, lo que sí sé, es que la siega era finalizando el verano y siempre hacía mucho calor.

Para la siega, mi padre invitaba a familiares y amigos. Entre todos cortaban el trigo, lo ponían en la era para preparar la trilla y “separar la paja del trigo”. Unas veces se hacía la trilla con animales, cuando los tenía o se los prestaban y otras, eran los propios chiquillos del barrio, los que brincando y saltando, llevaba  a cabo la labor de la separación de paja y trigo. Eso era una gran fiesta, pues el hecho de reunirnos niños de un barrio y de otro con los familiares, era, ya de por sí, un gran acontecimiento.

Una vez acabados los brincos y saltos, teníamos que quitar la paja y amontonarla en un lugar determinado del terreno, luego recogíamos el trigo, poniéndolo en un cedazo, para cernirlo y quitar la tierra que siempre iba acompañándole. Luego, el trigo, se pasaba a unos sacos y, como no teníamos medios de transportes, se hacía lo mismo que con las piñas, lo cargábamos nosotros hasta nuestra casa.

Lo bueno de la trilla era la comida, que se hacía en el mismo campo. Mi madre ponía dos “teniques” en el suelo, hacía el fuego con leña y cuando las brasas estaban en su punto ponía el caldero en lo alto, con el sancocho de pescado salado, que siempre era “cherne”, luego hacía la “pella de gofio” y el “mojo”.

Posteriormente, todos sentados en el suelo, bordeando un mantel grande, en cuyo centro se encontraban el pan, las aceitunas, el queso y la fruta (sin que faltara el “pizco ron”), a cada uno se le daba su plato con el sancocho. Alrededor de esa mesa improvisada, podría haber unas treinta personas, entre niños y mayores. Lo bueno venía en la sobremesa. Los mayores cantaban, contaban historias o decían chistes. Esto, a  los chiquillos, nos gustaba mucho y la fiesta se prolongaba hasta el anochecer.

Con la harina que se sacaba del trigo, mi madre la compartía para hacer varias cosas, una de ellas hacer pan. Mi madre no tenía horno, pero sí lo tenía una vecina (Tilita) que vivía cerca de nuestra casa. Cuando mi madre quería hacer pan, se ponía de acuerdo con Tilita y cada una hacía su “amasijo” en su propia casa y tras llegar a  un acuerdo para el turno en utilizar el horno y habiendo recopilado la correspondiente leña, al amanecer se encendía el horno entre todos.

En estos menesteres participaban las dos familias, en todo lo que hiciese falta sin escatimar esfuerzos. Para el “amasijo”, se tenía que hacer con antelación, normalmente el día anterior, la “masa madre” cubierta con un paño para darle calor. Ya en la madrugada se empezaba a hacer el “amasijo”, con harina, agua y  sal. Esto lo hacía mi madre con la ayuda de mi padre y alguna de mis hermanas mayores, pues se elaboraba con muchos kilos de harina  y eso se tenía que trabajar durante mucho rato, luego añadirle la “masa madre” y seguir amasando, hasta que se despegaba de las manos.

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Se dejaba reposar en un sitio templado a unos 22 ó 25 grados de temperatura, durante unas horas, se le daba forma a los panes, unos redondos (los más), otros alargados y otros más pequeños. Mi madre nos daba un trocito de masa a cada uno y nosotros le dábamos diversas y curiosas formas (figuritas, roscones, bollos, etc.), según la imaginación de cada uno.

Una vez los panes formados, se les daba el correspondiente corte y tapados durante un buen rato, con el mantel, se dejaba reposar hasta que el horno estuviese lo suficientemente caliente y ahí empezaba el “peregrinar” con unas tablas llenas de pan, que, en procesión, llevábamos desde mi casa hasta el horno.

Con unas grandes palas se iban introduciendo los panes en el interior del horno y, una vez completo éste, se cerraba con una puerta de hierro. Pasado un tiempo se le daba la vuelta al pan, para que su cocción fuese pareja y total. Luego se preparaban unas cestas de mimbre, forradas con unos manteles y cuando ya el pan estaba  en su punto y crujiente, se sacaba con la pala y  se iba depositando en las mencionadas cestas.


Una vez tapadas con los manteles, se cargaba con el “preciado tesoro” hasta la casa familiar. Ese pan tenía que durar, cuando menos, una semana y se conservaba perfectamente, sin ponerse duro ni “manío” y en todo momento estaba riquísimo, ¡qué delicia!.

 Todavía hoy, al recordarlo, me parece estar oliéndolo y saboreándolo.
 
Lidivina Sánchez Melián © 2003
 
 

domingo, 29 de abril de 2012

La Sajorina

Arucas 1936, recién había estallado el Movimiento Nacional. El 18 de julio de ese año, comenzó algo que a todos nos dejó estupefactos y en un estado que ojalá nunca más se vuelva a repetir. El General Franco había partido desde Las Palmas de Gran Canaria y, vía Marruecos, había llegado a la Península, comenzando de esa forma la contienda nacional, que duraría por espacio de tres años, pero que dejará heridas que todavía hoy perduran.

El general se había ido a la Península, pero aquí había dejado atrás una serie de enfrentamientos fratricidas que hicieron de Canarias un nido de tretas, acosas, vasallajes, asaltos, fusilamientos, pérdidas y muertes de personas de las cuales nunca más se ha sabido su paradero.
Hermanos contra hermanos, padres contra hijos, familiares contra familiares y vecinos contra vecinos, todos se vieron envueltos en este tremendo lío, pues cada uno se vio inmerso en un bando, en el que le tocó en ese momento y sin comerlo ni beberlo y, normalmente, sin saber el motivo ni la razón, todos se vieron dando tiros y luchando contra el adversario virtual, que no real, y defendiendo unas ideas que, ni eran las suyas ni sabían cómo ni por qué se les habían inculcado.


Arucas estaba totalmente tomada por los militares y otras organizaciones paramilitares, como era la Falange. La Falange Española, fue un movimiento político fundado en 1933 por José Antonio Primo de Rivera como alternativa al pluripartidismo político y de manera especial de los partidos de izquierdas y para reprimir los movimientos obreros.
Su fin principal era superar las luchas de clases, e imponer en todos una conciencia nacional, anclada en el tradicionalismo y basada en el respeto a una jerarquía del Estado corporativo. Su fundación data del 29 de octubre de 1933, en el Teatro de la Comedia de Madrid. Más tarde, en 1934 se fusiona con las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, llamadas las JONS, asumiendo la dirección del grupo resultante, el triunvirato formado por José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos y Ruiz de Alda.
El comportamiento servil a la causa, pues desde el mismo momento del Alzamiento Nacional se situaron junto al bando nacionalista, les sirvió para que en el año 1937, Franco, mediante decreto, unificara todos los grupos, movimientos y milicias, en una sola entidad, llamada Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalista (FET y de las JONS). El movimiento resultante, engranó perfectamente en el entramado franquista y barría por todo aquello que, a su paso, oliera a desaprobación, crítica o disconformidad.

Y así pasaba en Arucas, donde prácticamente los falangistas eran bastantes, casi más que los militares que asediaban la ciudad. Mucha intranquilidad, mucha incertidumbre, mucha desconfianza
y mucho miedo y temor anegaba los pensamientos de los aruquenses de la época.

Prácticamente no se podía hablar, pues se tenía miedo de que al más mínimo descuido te encontraras con alguien del bando contrario, que alguien te estuviese escuchando y te delatara o que por circunstancias extrañas, algún tiro perdido diera con tu nuca, tu frente o cualquier parte vital de tu organismo.

Todos hablaban entre sí, a escondidas y cuchicheando, pero ello no era óbice para que, de alguna forma, todos estuviesen informados al detalle de todo lo que iba pasando. No se podía andar por Arucas, pues en cada esquina te podías tropezar con una escopeta a la altura de la nariz, o con cuatro desalmados que te arrastrasen al interior de una furgoneta y de allí...sólo Dios sabe a dónde.
Las azoteas de las casas estaban tomadas por los militares y falangistas y desde ellas observaban los movimientos que se producían en las azoteas y patios de las casas que divisaban y, al menor movimiento sospechoso para ellos, el tiro era la pregunta y el golpetazo contra el suelo de la persona
destinataria del disparo, era la respuesta. Lo dicho, ¡un infierno!

Por estar tomada, hasta la iglesia estaba ocupada por los nacionales y desde la azotea de la misma, tenían un buen campo de visión. Desde la misma, uno de esos tiros perdidos, acabó con la vida de una persona que estaba en la calle junto a la esquina de la casa de don Anastasio Escudero y como ese, muchos casos más.


No fue lo mismo en Cardones, donde el cura (creo que por aquellos tiempos ya estaba don José Déniz, "el cura, curandero"), que haciéndose fuerte, no permitió la entrada a ninguno de los que iban armados a sacar de allí a los vecinos que se habían refugiado en la iglesia. "Esta es la casa de Dios, decía, y en la casa de Dios no permito ningún atropello".

Mucho agradecieron los vecinos de Cardones, esta decidida actuación de su cura párroco. La conversación más normal, eso sí, siempre por lo bajo, a escondidas y cuchicheando, era el parte de las actividades habidas y a quienes habían afectado. Del portón, se llevaron anoche a tres hombres, el padre y los dos hijos y de la casa de al lado, se llevaron al marido de Chonita. Esta mañana vinieron por Josenito y también por Juanito y Rosendito. A Juanito, los muy brutos lo sacaron a empujones y al llegar a la furgoneta lo agarraron entre tres y lo jincaron dentro, como un saco papas.
Así, un día y otro día. El miedo se había adueñado de todos los vecinos y todos temían que en cualquier momento, con razón o sin razón, viniesen a por cualquiera de ellos. Pedro, un joven robusto, bien parecido, casado con Teresa y con doce hijos en el mundo, era un trabajador nato. Amante de su familia y de su trabajo, era todo pundonor y tesón, buen padre, buen esposo y mejor persona. Algún que otro ramalazo de disconformidad sí había manifestado, con respecto a lo que veía que estaba pasando, pero sin tomar partido por nadie, pues las tareas de su trabajo y las preocupaciones para sacar adelante a su familia, le absorbían todo el tiempo y no tenía opción a pensar en nada más, ni a reunirse con nadie para exponer su
forma de pensar.

No obstante, como todos los vecinos, también él tenía cierta desazón y temor a que le viniesen a buscar, aunque, como él siempre decía: "¿A mí, para qué me van a detener, si yo no he hecho nada?". La desazón no sólo era de Pedro, sino también de su esposa e hijos, sobre todo su hija mayor, que constantemente le decía que se escondiese, porque en cualquier momento podrían venir a por él.

Cuando en casa de Pedro se enteraron que la noche anterior habían venido y se habían llevado al vecino, Nicolás, el temor se agrandó mucho más y se hizo más patente. Su hija le volvía a repetir una y otra vez aquello de "Padre, escóndase, que van a venir por usted. ¡Tengo el presentimiento!" .
Pedro repitió, quizás por última vez: "No me escondo ¡coño!, yo no he hecho nada". Y decimos quizás por última vez, porque el presentimiento de su hija, desgraciadamente se cumplió.

No había terminado Pedro de decir aquello de "yo no he hecho nada", cuando a la puerta de su casa, sonaron unos enormes golpes, que casi la tiran abajo. Fue la hija a abrir y ante sus ojos, cuatro hombres vestidos con pantalón gris, camisa azul, botas de polaina y gorra roja, casi la apartan de un golpe y dirigiéndose a Pedro le conminaron a que les acompañara.

- Yo no he hecho nada, ¿para qué me quieren ustedes?
- Es sólo para hacerte unas preguntas, Pedro. Tú declaras y no te pasará nada.

Eso le contestaron. Pedro les siguió, se despidió de su familia con un "hasta luego", que no se cumpliría nunca, pues no sabía Pedro que aquella iba a ser la última vez que veía a su familia.

Siguió a los cuatro hombres que habían venido a buscarle y cuando llegó a la furgoneta donde le iban a subir, se dio cuenta de todo, que le habían engañado y que seguiría la misma ruta que los demás, pues allí estaba también su hermano Enrique, el vecino Andrés, el vecino Mariano, Martín, Ricardo, Gustavo, Eduardo y algunos más.

Pedro, antes de entrar a la furgoneta, dirigió una mirada a todos ellos, miró a los cuatro hombres que le habían sacado de su casa y cuando intentó mirar atrás para despedirse de los suyos, un tremendo empujón lo adentró de golpe en el vehículo, encima de los que ya estaban dentro.
Pedro miró a los compañeros de viaje y cuando sus ojos tropezaron con los de su hermano, unas lágrimas de impotencia se deslizaron por su rostro, mientras por su pensamiento empezaba, de una forma clara y nítida, la película de cómo había sido su vida hasta ese día.

Y recordó Pedro sus primeros años de vida. Pedro había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, concretamente en la calle de Los Reyes. A los dos años su familia se trasladó a Venezuela y, naturalmente, Pedro se va con ellos y no regresa hasta que tiene cumplidos los dieciséis años. Pedro, ya desde esas fechas, fue un hombre alto, elegante, fortachón y atractivo, además de inteligente y bien amañado, por lo que no le era difícil a la hora de encontrar trabajo. Cierto día que paseaba por la calle de Los Reyes, reparó en una jovencita que trabajaba en un taller de calados y bordados que por allí había. Se quedó mirándola y embelesado con la chica, que era guapísima, bien parecida y muy atractiva y, por lo que observaba, en su forma de tratar las telas que tenía entre manos, muy trabajadora y consciente de sus responsabilidades.

Pedro quedó tan prendado de ella y tan enamorado a primera vista, que se decidió a presentarse a la chica. Pidió información de cómo se llamaba y la dirección de dónde vivía. Se llamaba Teresa, vivía en Telde y estaba de buen ver, así que para Pedro, era un reto el lograr conquistarla, pues se había propuesto que debía ser para él, que la convertiría en su mujer y en madre de sus hijos. Y así fue, un breve tiempo de cortejo en plan novios y la boda, cuando todavía ambos estaban en plena flor de la juventud, él tenía diecisiete y ella dieciocho años. Se fueron a vivir a Telde durante un corto espacio de tiempo, en el cual tuvieron a su primera hija que luego sería la mayor de doce hermanos. En Telde estuvieron muy poco tiempo, porque Pedro, muy responsable, había hecho una solicitud y había logrado el cargo de conserje del Casino de Arucas.

Se trasladaron a Arucas y ya allí vivieron el resto de sus vidas, formando con sus hijos una familia muy bien compenetrada, pues no era difícil ver a Pedro, entre todos sus hijos, rodeado por ellos y su mujer, con alguno de los más pequeños sobre sus rodillas y disfrutando de esos ratos felices que se producen, cuando una familia se encuentra reunida.

No tenía Pedro ideologías políticas, pero de vez en cuando aportaba su parecer, cosa normal, de la forma de hacer y deshacer, de este o aquel cacique, que los había por aquel tiempo. Cargado de hijos como estaba, no obstante alguna escapada se echaba Pedro al bar cercano a casa y alguna que otra "cogorza" cogió, "sin querer" por supuesto, como se cogen todas las cogorzas. Y entonces entraba en acción, el genio y la gallardía de Teresa, pues al enterarse que estaba en el bar, ni corta ni perezosa, allí se presentaba y ante todos los presentes, arrancaba con su marido para su casa.

Un día y otro día, todos pasados en feliz convivencia con su mujer sus hijos, hasta que la fatalidad vino a cruzarse en el destino de esta familia. Se estaba en tiempo de 1a Guerra Civil y los falangistas habían arrasado por todo aquello que les parecía. Hoy a unos y mañana a otros, se han ido llevando a los hombres de la ciudad.

Pedro parecía tranquilo, repitiendo una y otra vez que a él no lo prenderían, pues él no había hecho nada. Sus hijos le insistían una y otra vez, también, para que se escondiesen, pues cualquier día vendrían a por él. Su hija mayor, incluso, le llegó poco menos que a premonizar lo que le iba a suceder.

- Padre, escóndase, que tengo el presentimiento de que van a venir
por usted, escóndase.

- Que no ¡coño!, por qué me voy a esconder, si yo no he hecho nada.

Y pasó lo que tenía que suceder, unos porrazos en la puerta, cuatro falangistas que llegan y, engañando a Pedro diciéndole que sólo era para que contestase y declarase algunas cosas, se lo llevaron, ya para siempre.
No se sabe a ciencia cierta el paradero de los hombres que se llevaron de Arucas, pero mucho tendrán que decir los pozos de los alrededores, sobre todo el del puente de Arucas y el del barranco de Tenoya, la sima de Jinárnar, los campos de concentración de La Isleta y del Lazareto (en Gando), porque fueron los lugares donde llevaban a los retenidos por las tropas nacionales.
Se supone, por rumores de testigos presenciales, que a Pedro y a su hermano Enrique los tiraron a un pozo del barranco de Tenoya, pero que tanto uno corno otro, víctimas de infarto de miocardio (uno) y problemas de pulmón (otro), ante la desesperación sufrida, viendo el final que se les venía encima, sufrieron sendos ataques y murieron dentro de la furgoneta, antes de que los lanzaran al fondo del pozo.

Lo cierto es que Pedro, nunca más volvió a ver a su familia. Teresa, mujer fuerte, recia y de carácter, no se arredró en absoluto y siguió adelante, con mucho sacrificio eso sí, pasando muchas necesidades y sufriendo un sinfín de calamidades, pero sacó a su familia adelante. Al no tener agua en la casa, se tenían que trasladar a las acequias con sus cestas de mimbres y palanganas de aluminio, llenas de ropa, hasta donde pasara el agua, para allí con una piedra corno lavadero, enjabonar y estregar la ropa de toda la familia, luego aclararla bien hasta quitar la suciedad y el jabón que tuviese impregnado. Luego la ropa blanca, como las sábanas, toallas, zagalejos, calzones, camisillas, calzoncillos, etc. etc., se estregaban y quitaba la suciedad mayor, luego se enjabonaban y se tendían al sol, sobre la hierba o matorrales cercanos.

De vez en cuando las mujeres, se dedicaban a rociar con su mano, la ropa que habían tendido previamente. Esta labor se hacía para blanquearla, ya que en esos tiempos no existían ni la lejía ni los tambores de jabón en polvos blanqueadores. Sólo disponían del jabón azul en barras, que se cortaba en trozos con un cuchillo (jabón "Suasto"). Más tarde vendría el jabón Lagarto, que aún hoy se encuentra en los comercios.

La ropa blanca, después de estar a sol unas horas, la aclaraban y añilaban. Para ello se ponía agua en una bañera de aluminio, grande y redonda. Luego se hacía un hisopo con un trozo de tela blanca, en cuyo interior se ponía una ruedita de añil, que era azul, lo ataban con una tira de la misma tela, luego con él en la mano, se metía en el agua de la bañera y se estrujaba, hasta conseguir un agua azulada y clara.

Poco a poco se metía la ropa blanca en esa agua y se torcía bien. Las sábanas las tenían que torcer entre dos mujeres (siempre se ayudaban unas a otras). Las hijas mayores, acompañaban siempre a sus madres, para ayudarles a traer la ropa a casa y tenderla en las liñas. Era un trabajo muy duro, pues si no había agua en la acequia de casa, se tenía que caminar, cargada con todos los bártulos, hasta aquella acequia por donde hubiese agua.
Teresa, como todas las mujeres de esa época, cada semana, como mínimo, hacía esa labor y muchas veces, las hijas mayores la acompañaban y ayudaban a hacer el lavado y cargar la ropa, que, de vuelta a casa era muy pesada, ya que venía mojada. Muchas veces, las hijas, por tener que ayudar en estas labores, tenían que dejar de asistir a la escuela.
Alguno de los hermanos trabajaba y aportaba algo a la economía familiar y Teresa administraba los dineros y la casa. Su figura era respetada y admirada por los convecinos, que también le ayudaban en lo que podían.
Aparte de a su marido Pedro, Teresa había perdido también, por la misma razón y mismas artes, a uno de sus hijos, a quien se llevaron algo después que a Pedro, yal que le dieron a beber algún líquido ponzoñoso y aceite de ricino y lo tuvieron descompuesto durante bastante tiempo, con la muerte en los talones y perseguido por los nacionales. Lo atraparon y lo tuvieron durante bastante tiempo en la cárcel, algo así como unos seis años, tiempo en que se las hicieron pasar "canutas". Salió de la cárcel bastante enfermo, circunstancia que arrastraría ya de por vida hasta que falleció, víctima de todas las penurias y calamidades pasadas en la cárcel, hace aproximadamente unos veinticinco ó treinta años.

Al hijo menor de Teresa, también parece ser que las tropas de ocupación lo habían cogido entre ceja y ceja. Lo tenían muy vigilado constantemente, acosándolo brutalmente y por menos de nada, le caían encima. Bastaba que cogiese una simple fruta de cualquier árbol, como hacía cualquiera en la época, sólo por mitigar el hambre y le caían atrás, como perros de presa. El muchacho tuvo que andar huyendo constantemente y escondiéndose donde buenamente podía, hoy en un sitio y mañana en otro, para poder esquivar la vigilancia. Para hacerse ver y sentir por los vecinos y que estos supiesen por donde merodeaba, solía entonar y cantar (cosa que no hacía mal, pues tenía buena voz), alguna canción tipo ranchera, como "Guadalajara en un llano, Méjico en una laguna ...". De esta forma los vecinos sabían su paradero y le ayudaban, surtiéndole de alimentos. Tantos eran los aprietos que pasaba este muchacho, que, por miedo a que lo prendieran y encarcelaran, estaba continuamente cambiando de ubicación, para no ser localizado. Ese muchacho de entonces, que tantos sacrificios pasó y que a todos se sobrepuso, es hoy en día uno de los supervivientes de la gran familia formada por Pedro, Teresa y sus doce hijos.
Teresa, a pesar de todas las desgracias que le acucian, se sobrepone a la adversidad, lucha denodadamente y consigue que le reconozcan el derecho a cobrar una pensión de viudedad. Una pensión que le conceden y que ha de cobrar mensualmente. Poca cosa es, pero al fin y al cabo, es una ayuda para mantener a toda la familia. No importa, Teresa se las arregla como puede, hace milagros, pero su coraje y tesón le ayudan a resistir.

Algo más tarde y fruto de las muchas calamidades que ha pasado, Teresa enferma del corazón, pasa una convalecencia y algo recuperada, sigue su vida casi normal. El lugar a donde tiene que ir a cobrar la pensión, es una oficina situada en un piso alto, con unas escaleras muy empinadas que a Teresa le causan muchas molestias y cansancio. Teresa hace la consulta de si puede venir alguien a cobrar por ella, a lo que le contestan con muy malos modos, que, que tiene que venir ella a cobrar en persona y que si no viene, se queda sin cobrar.

Teresa hace de tripas corazón y se va hasta la citada oficina a cobrar su pensión y cual no es su sorpresa al reconocer, en el señor que le pagaba la misma, a uno de los que se habían llevado a su marido la noche que lo mataron. En ese momento, ella se encaró con el empleado, lo mira fijamente a la cara, se dirige a él y ante toda la gente que allí se encontraba, le dice: La pata que eches p'alante, p 'atrás se te vaya y por la escalera te he de ver rodando y con la lengua fuera. Y a todos los que se llevaron y mataron a mi marido ¡coño!, he de verlos mal de la cabeza y echando bichos por la boca.

Todos los presentes se le quedaron mirando, se hizo un profundo y largo silencio y Teresa, una vez cobrada su pensión, con su cabeza bien alta, su mirada fija y su rostro regocijado, escaleras abajo enfiló el camino de la calle y luego a su casa.
Al mes siguiente, Teresa vuelve a la indicada oficina a cobrar nuevamente su paga. Cuando está en el mostrador y una vez efectuado el cobro, se oye un estruendo en la escalera, la gente que se arremolina junto a ella, algunos gritan, otros simplemente se agrupan y Teresa también se acerca a ver qué es lo que pasa. Ante sus ojos se le presenta el siguiente espectáculo: el hombre al que el mes anterior le había echado la maldición, está caído en el rellano de la escalera, "muerto y con la lengua fuera".
Teresa sale, escalerasabajo, muy erguida y muy ufana, mientras a sus espaldas oye unas voces que dicen: Es la sajorina, la que echó la maldición.

Pasan los años y Teresa se entera de que, otro de los hombres de los que se llevaron a su marido, se volvió loco y que lo habían recluido en el manicomio. Otro de ellos, también cayó enfermo y cuentan que echaba espumas y bichos por la boca.

A partir de esos acontecimientos, Teresa fue conocida y así se le recuerda, como ¡la Sajorina!. No sólo es a Teresa a quien luego se le apodaría la Sajorina, también fueron y son conocidos así, sus familiares más cercanos. Todavía hoy, quedan vivos dos hijos de la Sajorina y, naturalmente bastantes nietos. Todos son conocidos como "Los Sajorines".

Lidivina Sánchez Melián © 2004

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  1. Sajorina = Zahorina
  2. Zahorí... = Persona a la que el vulgo atribuye la facultad de ver lo que está oculto, aunque sea debajo de la tierra. (DRAE).
  3. El presente relato está basado en hechos reales. Los nombres de los personajes han sido variados intencionadamente.